Hoy lo he vuelto a hacer. Han pasado casi 20 años desde la última vez. Corría el año 1985 y aún conservada la osadía y el descaro de la juventud. Mis actos por aquel entonces eran impulsados por una vehemencia de tal calibre que la suerte, cansada ya de verme juguetear con el riesgo, me fue esquiva y no me quedó más alternativa que hacerlo. Era un día lluvioso, como hoy, un fenómeno inusual por estas latitudes. Hasta el punto de, a pesar de la experiencia que me otorgan los años, pillarme desprevenido. Incluso la última vez estaba más preparado, llevaba mi flamante impermeable verde persiana, regalo de Tía Conchita. El escenario era casi idéntico al de hoy, con una acera sembrada de charcos de una profundidad aceptable. Con cierta candidez desafiaba la impermeabilidad de mis botas amarillas introduciendo mis protegidos aunque rebeldes pies en las procelosas aguas de los diminutos estanques urbanos. No pude imaginar la traición que me tenían preparada las irregularidades que formaban los adoquines de la acera. Un error de cálculo, un pie apoyado en el lugar equivocado, y di con mis huesos sobre el húmedo pavimento. Durante los primeros segundos lo que más me preocupaba era el ridículo espectáculo que ofrecía a los curiosos y crueles transeúntes. A continuación mi interés se centró en mi integridad física. Superados, no sin apuros, los dos primeros escollos, sólo me quedaba por resolver el desalojo de la mugre que se había adherido en aquellos puntos de mi anatomía que el impermeable de Tía Conchita no cubría.
En efecto, damas y caballeros. Hoy no llevaba paraguas y la lluvia tormentosa de la jornada me ha obligado, después de tanto tiempo, a darme una ducha.