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Stats vs Probis

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En Pretéritus, Reino del Pasado, habita Stats, Dios Supremo de Todo lo Acontecido, Quien Domina todos los Datos, toda la Información de lo Sucedido, hasta el más mínimo Detalle. La Seguridad y la Certeza son sus principales Emblemas.

En el otro Extremo, en Zukunft, encontramos a Probis, Diosa de Todo lo Posible, lo que está por Ocurrir. La Reina de la Inexactitud y del Azar, del Juego y del Riesgo.

A las súplicas nuestras atendiendo Ambos están. Probis siempre nos anima a seguir luchando, a seguir apostando por esos números que Stats casi nos convence de que son absolutamente inútiles para poder dejar nuestro puesto de trabajo, Corte-de-mangas-al-jefe mediante.

Stats nos desalienta. En cambio, Probis nos ilusiona, mínimamente porque su corazón matemático le hace ser realista, a la sazón pesimista, pero mantiene en nosotros la llama de la esperanza.

La perseverancia de Probis se pone a prueba cuando Azarius, esa Entidad burlona e invisible que selecciona las bolas del bombo, se apiada de nosotros y nos concede un premio gratificante pero insuficiente. En ese momento, Stats se torna Poderoso, reafirmando lo que su Experiencia ha establecido. Y la pobre Probis debe redoblar sus esfuerzos porque, aunque su Teoría no ha perdido vigencia en absoluto, la presión de los Argumentos de Stats, que enuncian que Azarius no volverá a acordarse de nosotros, le resulta contundente en exceso.

Scolymus

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El duendecillo más travieso de Telesforia se puede encontrar en la Cueva de Retro, al norte de la región. Es único en su especie; la leyenda dice que nació de las vísceras de una Zarigüeya que murió después de tres noches de agonía tras intoxicarse con un membrillo en mal estado. Scolymus, que así se llama el engendro, sobrevivió los primeros años de su existencia gracias a los restos del cádaver de su madre y del membrillo corrupto a medio masticar.

Su fisonomía también es ciertamente particular. Su diminuta estatura está cubierta casi en su totalidad por unas amplias escamas verdes y rugosas. Sin embargo, es capaz de mutar su aspecto y adoptar la forma de un calabacín o de un Tetra Brik de vino blanco barato.

Como era de esperar, la actividad que le ocupa la mayor parte del tiempo son las crueles gamberradas que dedica a sus archienemigos, los Trolls Bizcos; desde sandías rancias pintadas como si fueran rocas a soltarles los más feroces ejemplares de Gnomos Rabiosos en sus cuevas mientras duermen. Por suerte para él, Scolymus es extremadamente ágil, circunstancia que, unido a la laberíntica disposición de la Cueva de Retro, hace que resulte muy difícil de atrapar.

A lo único que Scolymus respeta, más por terror que por admiración, es a Botrytis, un Goblin de la Raza de los Mastuerzos, desterrado de su pueblo por un crimen que no cometió y que ahora vive en las raíces de un roble subsistiendo a base de uñas de Gnomos Rabiosos.

Georgias, el Hombre Pato

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En el sur de Sudán, cerca de la frontera con Uganda, gran parte de la población autóctona asegura haber visto en alguna ocasión un extraño personaje; alto, encorvado, casi jorobado, de piel grisácea y ataviado únicamente con un escueto taparrabos.

Pero lo más extraño no es la brevedad de su indumentaria, y menos por aquellos lares. Muchos testigos aseguran haber oído cómo la criatura emite unos graznidos semejantes a los de un pato silvestre. Es huraño, solitario y nadie ha logrado acercarse a él. Sin embargo, es conocida por todos los del lugar su afición por refrescarse en las aguas del Nilo. Sus chapoteos y sus llantos de ánade son escuchados en casi toda la región. Además, se le atribuye la muerte de numerosos cocodrilos que han aparecido brutalmente asesinados a las orillas del río.

Por su aspecto estrafalario y sus estrambóticas costumbres, a este enigmático ser se le conoce como el Hombre Pato.

La Grapadora

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Permanece sigilosa, inadvertida nos acecha desde el cajón; sus reducidas dimensiones nos conceden una sensación de confianza y superioridad que a la postre suponen su recurso más brillante.

El Duende de los Paraguas

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No son demasiado insólitos aquellos días en los que, a pesar de amanecer soleados y radiantes, de repente comienza a llover. Al fin y al cabo, hasta un aspirante a Drag Queen puede ejercer de meteorólogo. Lo que nos resulta más difícil de explicar es el hecho de que, aun estando igualmente informados que el resto de ciudadanía, nosotros somos los únicos a los que el repentino chaparrón les ha pillado sin paraguas.

Tomatoman

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El Impostor (continuación)

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Debía recurrir a la violencia si era necesario; el fin de preservar su estatus lo justificaba plenamente. Al fin y al cabo, nadie echaría de menos a aquellas dos tristes criaturas. A juzgar por su patético aspecto, hubiera apostado que no tenían pareja, ni mucho menos familia. Dos seres tan raquíticos y esmirriados tampoco tendrían muchos amigos ni conocidos.
Podía golpearles, juntando sus cabezas como quien casca cocos. Eran poquita cosa, pero sus cráneos seguramente serían de una dureza extrema. Los noquearía, los metería en un saco, esperaría a que el tren circulara por un puente sobre un río y lanzaría el saco por la ventana. Se procuraría un nuevo disfraz y su pantomima se prolongaría. Qué gran plan.

Todo esto maquinaba Oxi Morón tras su revista de televisión, con calma y precisión, saboreando su astucia y frotándose mentalmente las manos de una fácil victoria. En cualquier caso, no debía precipitarse. Aunque ansiaba más que nada mantener su puesto en el ránquing del Famoseo, no era un delincuente habitual y no estaba acostumbrado a perpetrar actos de ese calibre.

Respiró hondo. Comenzó una breve cuenta atrás en el interior de su mente, dibujando simultáneamente en ella la maniobra que iba a convertir dos cabecitas rojas en dos frutos de la palmera. Cuando la cuenta atrás llegó a su fin, Oxi Morón lanzó con vehemencia la revista y se abalanzó hacia el asiento de enfrente gritando como un mengue desquiciado... pasando a continuación a estamparse contra el tapizado de las butacas; un colmillo quedó clavado en el brazo de una de ellas y otro saltó por los aires mientras Morón aullaba perplejo. Fragus y Marcinkus se habían esfumado.

El Impostor

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El Cielo. Si le llegan a jurar a Fragus que, tras tantos milenios de cautiverio voluntario, su primera salida de la oficina iba a tener tan detestable destino, probablemente se hubiera retorcido de la risa. El mismísimo Destino, tan cínico por aquellos lares, le obsequiaba con un corte de mangas sin derecho a réplica.

Acababa de redactar el contrato de compraventa de las parcelas. Ahora necesitaba un representante de alguna entidad financiera para los farragosos trámites hipotecarios; tarea fácil, si algo sobraba en los Infiernos eran banqueros. Un muchacho humilde y tímido, algo inestable emocionalmente pero con una vocación innata para los negocios, llamado Marcinkus, logró convencerle y Fragus lo convirtió en su compañero de aventura.

Tantas horas de interminable papeleo provocaron un retraso insólito en el plan de viaje de Fragus. Él, siempre tan puntual en sus obligaciones, comprobaba angustiado cómo se aproximaba la hora de salida del tren que les conduciría a Purgatory Town y ellos aún no habían llegado a la estación.
Les tocó correr. El tren arrancaba, los últimos avisos ya habían sido anunciados, pero Fragus, contagiado por el juvenil espíritu de Marcinkus, veía factible la posibilidad de atraparlo en marcha. Así fue, ambos lograron sujetarse a un estribo y acceder al interior, no sin grandes dosis de torpeza y patetismo.

Una vez en el interior del compartimento, suspiraron aliviados. No estaban acostumbrados a estos ejercicios espontáneos, especialmente el funcionario, cuya mayor actividad física cotidiana consistía en levantar el brazo para depositar la moneda en la máquina de café. No obstante, no fueron los únicos que pretendían viajar en ese tren sin respetar los firmes horarios de la Compañía Ferroviaria Infernal. Mientras se secaba el sudor, Fragus observó atónito como una figura extremadamente ágil pretendía emularles en su cruzada contra la impuntualidad.
Corría como un desesperado, con tal ímpetu que logró aferrarse a una barra vertical que había junto a la puerta y con un gracil salto se coló en el interior del vagón. Los dos compañeros quedaron boquiabiertos ante tal demostración de destreza, estupefacción que se tornó superlativa cuando el superdemonio les honró con su presencia en el compartimento; se trataba del célebre Oxi Morón.

Oxi Morón era un famoso cómico televisivo. Sus gracias y chistes acerca de los defectos y las taras físicas de los humanos eran reconocidos en todos los Círculos. Su apariencia era apuesta, de atleta de élite, y nadie se hubiera asombrado de la hazaña que habían presenciado Fragus y Marcinkus si no fuera por un pequeño detalle: en sus múltiples intervenciones en la pequeña pantalla, Morón aparecía en silla de ruedas.

Pretendía viajar de incógnito, pero con la briosa carrera había perdido el sombrero que cubría su cornamenta. Los dos oficinistas lo reconocieron al instante y fueron incapaces de ocultar su asombro. Sin embargo, el cómico ni les miró y se sentó enfrente de ellos, oculto tras una revista de televisión, con la intención de pasar desapercibido. Estaba convencido de que aquellas dos enclenques criaturas no supondrían la más mínima amenaza a la conservación de su farsa. Su plan había sido infalible durante muchos años y por haberse permitido dormir "cinco minutos más" y haber tenido que perseguir un ferrocarril en marcha, no iba a desbaratarse ahora. Su engaño a las bobaliconas masas le había procurado una vida de lujuria y placer, compuesta por ese tipo de lujos y placeres que sólo se puede encontrar en el Infierno. Y ahora dos mequetrefes podían echarlo todo a perder si se iban de la lengua. No, era imposible...

Oxi Morón bajó una milésima de segundo la revista que le servía de trinchera. Los dos diablos que tenía enfrente lo seguían observando con los ojos de par en par. Volvió a subir la revista y un sudor frío le recorría la sien cuando empezaron a rechinarle los colmillos. Tenía que hacer algo...

Ampliación de las Instalaciones

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El pequeño diablo Fragus, con sus habituales calzones blancos como único atuendo, acudía raudo hacia el lugar donde le había citado el Gran Jefe. El asunto parecía urgente; lo más aconsejable en estos casos era no poner a prueba la paciencia, ya escasa en condiciones normales, del Supremo Jefe de los Infiernos.

Fragus era un humilde funcionario. Sus tareas en aquella enorme multinacional pertenecían a la índole administrativa. Por tanto, rara era la vez que su presencia era requerida con urgencia, y más rara aún que fuera solicitado por el Gran Jefe. Sin embargo, había sido personalmente Lucy, Su fiel siervo (y dicen las malas lenguas -abundantes en Avernos, S.A., incluso más que en cualquier oficina que se precie- Su súcubo) quien le había telefoneado.

Lucy (como habrán adivinado, hipocorístico de Lucifer) le estaba esperando en la puerta del despacho. Aquella mañana se había decor... pintado los labios con un carmín tan intenso que destacaba incluso sobre su piel atomatada. El Rimmel(c) de sus ojos también era digno del persianista más osado. Lucy no le invitó a entrar en el despacho; más bien le empujó en su interior.

Y allí estaba Él. Era su primer encuentro personal. Tantas noches adorando el póster de Su Efigie que presidía su dormitorio, deleitándose con los anuncios de cuchillas de afeitar que protagonizaba, desayunando con los cereales en los cuales habían logrado insertar en la incómoda caja esa misma Efigie... Satán siempre había mostrado una predilección especial por las incomodidades de la cajas de cereales; al fin y al cabo, como los plásticos protectores de los CD's, había sido invención Suya.

A Fragus le temblaban las piernas. Apenas medía poco más de metro y medio y se hallaba ante una Mole de casi tres metros. La visión de las Sagradas Rodillas de Satán le impresionaba. Por eso no se atrevía a alzar la mirada, por lo que pudiera encontrar más allá de las Sagradas Rodillas. Malditos rumores de Avernos, S.A....

Por fin el Gran Jefe le saludó. Con un salto visual descomunal, Fragus le devolvió el saludo y dirigió su mirada hacia Sus Ojos, enormes como pelotas de baloncesto. Le reconfortó el asegurarse de que aquellas bolas de básquet eran Sus Ojos. Tras cruzarse las miradas, encontronazo donde las pelotitas de ping-pong de Fragus casi salen despedidas, Satán procedió a exponerle el asunto por el cual había solicitado su presencia.

-Fragus, el Infierno se nos está quedando pequeño. Demasiadas almas para demasiado poco espacio. Los Incineradores no dan abasto y las reservas de combustible que hacen mantener vivo el fuego se están agotando. La mano de obra nos sale barata, es cierto, pero nos falta materia prima. Nuestras limitaciones no son temporales, bien lo sabes, pero tenemos serias restricciones espaciales.

-Lo sé, Alteza, llevamos meses viviendo, valga la paradoja, al límite. En ocasiones ya no sabemos qué hacer. Incluso hemos tenido que denegar la entrada a Pinochet, Castro y Di Stéfano, quienes llevan lustros pidiendo su ingreso en nuestra Ilustre Sede.

-Debemos buscar una solución, mi querido Fragus. Mis espías me han remitido informes de que en el Cielo, San Pedro posee unas parcelitas que apenas usa y que están tristemente desocupadas. Allí podríamos ubicar los nuevos fichajes, incluso nos quedaría espacio para que Haro Tecglen y Campmany pudieran jugar sus partiditas de mus. Estoy un poco harto de oir sus exabruptos mientras me tomo el vermut, y así los tendría lejos.

-Con el debido respeto, Majestad... me está sugiriendo que adquiera esas parcelas a Paraísos, S.A.?

-Por que no? Es importante que no muestres excesivo interés, porque si detectan nuestras necesidades, nos lo pondrán más caro de lo debido. Y no puedo volver a romper mi hucha de cerdito.

Fragus asintió y, tras consumar la protocolaria reverencia, salió cabizbajo de la estancia. Comprar terrenos sembrados de arpas y nubes de algodón al usurero de San Pedro... menuda faena.

La Raza de los Bie Hoss

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En el lejano planeta Celedonia habita una raza muy particular: los Bie Hoss. Su procedencia original es un auténtico enigma, si bien de todos es sabido que la forma que tienen de propagarse es mediante la absorción del cuerpo y la mente de individuos de otras razas. Para alcanzar su objetivo, para dominar de manera parasitaria a la otra especie, únicamente requieren tiempo, muchos años e incluso lustros, pero su innegable ambición y su enorme paciencia les permite integrarse en el interior de sus víctimas con un porcentaje de fracaso prácticamente nulo.

Físicamente son endebles y tienen una elevada tendencia a la adopción de enfermedades. Además, en muchos casos, su capacidad intelectual también se halla seriamente mermada. Sin embargo, estas deficiencias son suplidas por su agrio carácter, sus ansias de poder y su gran número; en este último aspecto, es necesario recalcar que estamos ante la raza más numerosa de todo el planeta, lo que unido a una fortaleza que aumenta en cada generación y a la negligente actitud del resto de razas, provoca que la amenaza que suponen deba ser tenida en cuenta.

El trabajo no existe en su cultura; por consiguiente, el ocio les consume de tal forma que el aburrimiento residual les conduce a seguir conductas absurdas para el resto de mortales. Por ejemplo, el visionado de construcciones o un extraño juego de fichas con puntitos constituyen un irresistible pasatiempo para ellos.

También les agrada erigirse en legítimos invasores de los transbordadores interurbanos; las trifulcas reiteradas con el piloto les supone un apasionante reto en su cotidianidad y un estímulo irrefrenable a sus más bajos instintos. También disfrutan exhibiendo su aparente debilidad física ante situaciones que sólo los Bie Hoss consideran injustas, para luego, con el enemigo con las defensas bajas, mostrar su verdadera faz y atacar sin cuartel al Ho-Beng o al Xabb A'lin más desprotegido que osa toparse en su camino. Esto demuestra la belicosidad que subyace en su frágil apariencia.

Son peligrosos los Bie Hoss. Y cada vez son más. Y lo peor de todo es que el resto de razas estamos predestinados; si no fenecemos en la lucha, acabaremos irremediablemente siendo uno de ellos.

Mutantes en el Teclado

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El otro día me disponía a escribir unas líneas cuando, al poco de empezar, noté cómo la barraespaciadoraserebelaba.
Lamásgrandedesuclasehabíaadoptadounaposturadefuerzaquemeobligóaactuar.
La arranqué con la ayuda de una pequeña navaja y estupefacto comprobé cómo su extraño comportamiento no respondía a un aliento de vida recibido de un cortocircuito, sino a la absurda presencia de media cáscara de pistacho debajo de ella, corroborando las nociones más básicas de mi Física de bachillerato y destrozando mis esperanzas de un encuentro paranormal.

Tal hallazgo estimuló mi curiosidad y comencé a indagar. Las teclas de función, vírgenes e impolutas, guardaban su esplendor inicial. Sin desgastes, tampoco habían sido liberadas digitalmente de la roña acumulada por el paso del tiempo, lo que les otorgaba una presencia de vetusto resquicio arqueológico, deteriorado por el paso del tiempo más que por el uso y abuso.

El "Enter" ya me dio más problemas.

Siendo una tecla tan importante, era crucial mantener su estado en óptimas condiciones.


No obstante, tras un exhaustivo escrutinio, descubrí horrorizado como una pelusa malévola la había quasiadherido a la base de forma que cada vez que la presionaba, dicha presión se prolongaba unos segundos.


La pelusa fue aniquilada y pude disponer del "Enter" para concluir mis párrafos con mi brillantez acostumbrada.

Especial conflicto tuve con las dudosamente útiles jorobas de la "F" y la "J". Bien pensado está disponer de esas referencias táctiles, siempre y cuando podamos asegurar con certeza que el subconsciente reconoce en milésimas de segundo esas protuberancias mientras aporreamos el teclado con las aptitudes mecanográficas adquiridas gracias a un Sinclair ZX Spectrum, de 48K y teclas de goma.

Levanté unas cuantas teclas al azar y descubrí toda una jungla de cabellos; como mi esperanza y mi deseo eran que procedieran de la cabeza y que fueran producto de mi galopante alopecia, mi estupor fue supremo al intentar establecer una relación causa-efecto a la presencia de dichos cabellos en el interior del teclado. También deduje horrorizado que la proliferación de parte de mi cabellera podía conllevar, en armoniosa simbiosis, su acompañamiento de partículas de caspa.

Migas de pan y pellejo de salchichón conformaron el resto de la flora y fauna que pude desenterrar en el análisis arqueológico de mi teclado.
En cuanto me agencie un microscopio, me froto las manos al pensar que voy a ser el descubridor, casi involuntario, de micro(y no tan micro)organismos hasta ahora inéditos incluso para los más sesudos científicos.

El Retrato

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Hace no mucho tiempo, una noche contemplé desde mi ventana la silueta de una persona, un especimen presumiblemente del género masculino, que se filtraba a su vez por la ventana de su vivienda. Me llamó la atención su hieratismo; lo primero que pensé fue, motivado también por el horario nocturno, que el hombre prestaba una pasmosa y fiel atención al programa de televisión que estaba visionando. También me chocó la vestimenta del individuo, compuesta de chaqueta y corbata (y, por una cósmica consistencia lógica aunque no llegué a verlos, pantalones). Me sobresaltó porque, a esas horas, sobre todo si te encuentras disfrutando del reposo vespertino, dicha indumentaria es poco frecuente.

Al día siguiente, sin recordar el extraño episodio del día anterior, volví a verlo. Con la misma ropa y en la misma posición, en aquella actitud de atención constante. Para colmo, y gracias a lo cual pude realizar tal descubrimiento, la estancia donde se encontraba el misterioso personaje se hallaba extremadamente iluminada, o tal vez con demasiada luz si se tenía en cuenta que la actividad que se estaba llevando a cabo allí era el seguimiento de un programa de televisión. Pude observar la presencia de al menos dos focos, que parecían enfocar, valga la redundancia, directamente a la efigie del presunto televidente.

Durante los días posteriores se repetía la misma historia. Incluso me asomaba tres ó cuatro veces la misma noche, a distintas horas, y el elegante sujeto no paraba de engullir basura televisiva. No me obsesioné, porque he visto cosas peores, pero sí mostré algo de inquietud al respecto. No obstante, mi ociosa capacidad deductiva me dio, por una vez, una explicación que arrojó algo de lógica a aquella extraña aparición. Porque por muy fiel que puedas mantenerte a la programación televisiva nocturna de cada día, se necesita alguna explicación más para comprender el hecho de permanecer constantemente en la misma postura, sin pestañear, y con un atuendo perenne, sea invierno o verano, y poco apropiado para el hogar y para el horario.

No lo sé con certeza, pero creo que el retratista se merece mi admiración por la verosimilitud de su arte y mi desdén por hacerme sentir un poquito idiota durante algunas jornadas.

Allí se hallaba, Sir Howard, al frente del castillo del malvado dragón. Por fin lo había logrado y esta vez parecía que era la definitiva. Sólo le quedaban los dos últimos obstáculos...

El interior del castillo estaba deshabitado, cosa que no podía decirse del profundo foso que lo rodeaba. Allí se acumulaba toda una fauna de lo más temible: pirañas, caimanes, escorpiones acuáticos y tortugas carnívoras. Todo un bicherío adecuadamente entrenado para no mutilarse mútuamente y reservar su voracidad para los insolentes aventureros que osaran penetrar en la guarida.

La apuesta fue arriesgada, pero Sir Howard logró atravesar el foso con rapidez, gracias a una misteriosa cuerda que su amigo, el fakir brasileño-libanés Alí Manha, se dejó olvidada en su casa una noche que vino a ver un partido. Agraciada fue la decisión por parte del caballero de cargar con ella en el macuto. Así pues, Sir Howard lanzó la cuerda de Alí Manha y logró engancharla en la azotea. Después de aquello, el acceso al castillo era demasiado fácil y hasta el caballero de Adesehelegham no lograba dar crédito a los acontecimientos.

Una vez en el interior del castillo, pasaron unas horas hasta que dio con la alcoba donde la princesa era retenida. El castillo era gigantesco y cuando tuvo delante a su principal inquilino, comprendió la razón de dicha envergadura y del color tostado de las cortinas.

Frente a frente con el dragón, Sir Howard y el bicho dirimieron una feroz contienda, el caballero esquivando las llamaradas del dragón, y éste utilizando sus escamas para esquivar las acometidas de aquél con su espada. Finalmente, tras un combate agónico, Sir Howard logró acertar en la región de la piel del dragón desprovista de escamas y de esta forma dio fin a la vil existencia de aquel ser maligno.

Casi no se lo podía creer. Después de cinco meses de infructuosa búsqueda, de cientos de agonías y de una insportable incertidumbre, Sir Howard de Adesehelegham había logrado encontrar a su princesa, en aquel tenebroso y contradictorio reino de Telev Hónica.

Y, al menos momentáneamente, fueron felices y comieron perdices. Crucemos los dedos.

FIN

Tras la enorme decepción cosechada en Telev Hónica, nuestro héroe se dirigió hacia la incipiente y moderna Región de Ahüna, toda una incógnita en sus avatares como caballero.

En las afueras del pueblo, conoció al troll Statuscúo, fornido y de piel oscura, que mostró una extrema amabilidad hacia Sir Howard, pero también utilizaba un lenguaje algo confuso y ambiguo que hizo que el caballero albergara dudas sobre el éxito de su empresa. Statuscúo le confesó, o al menos eso le pareció a nuestro protagonista, que no iba a ser fácil, ya que se decía por aquellos lares que el dragón era muy poderoso y su aliento de fuego era terrible para todo aquel que osara adentrarse en su guarida.

Tras descifrar todo lo que el troll le quería decir, Sir Howard aceptó su ayuda. Ambos pusieron manos a la obra, cabalgando a lomos de Pericus en el caso del caballero o mediante el trotar de los nudillos sobre el suelo en el caso del troll. Lo cierto es que las dificultades de dicción de Statuscúo añadieron una dificultad más a las ya existentes y la voluntariosa tarea que compartían fue a todas luces estéril. Por tres veces creyó Sir Howard haber encontrado el castillo del dragón, pero fueron falsas alarmas. El dragón parecía estar lejos, muy lejos...

Asqueado de los habitantes de Ahüna, los cuales poca ayuda le habían prestado, salió al galope de aquel Reino, no sin antes saquear unas cuantas granjas y empalar con crueldad a dos granjeros y una vaca. Desde aquel sangriento episodio de ira, Sir Howard de Adesehelegham es recordado como un monstruo en toda la provincia, y su leyenda pervive aún en nuestros días.

La historia circuló por toda la región, y llegó a oídos del mago Winston Warlock. Éste vivía en una choza del bosque del Principado de Telev Hónica, condenado por el juez Gastón al más macabro de los ostracismos. No obstante, los pajarillos del bosque, y algún que otro mapache tuerto, le mantenían al corriente de las últimas noticias. De esta forma fue como Warlock conoció a Sir Howard. Aquél le reveló que las aparentemente falsas informaciones del gnomo Neptunius tenían su transfondo de verdad y que el castillo del dragón que tenía a su princesa capturada no se encontraba lejos de allí.

Con moderado entusiasmo, aunque con mayor incredulidad, Sir Howard aceptó los consejos de Warlock a cambio de un precio bastante alto: ocho días sin poder sentarse. Desde aquel día, el juez Gastón se ganó respeto eterno por parte del caballero, al haber castigado con aquella eremita situación al depravado Winston Warlock.

Tras el desagradable episodio, Sir Howard esperó que hubiera valido la pena. El camino fue largo, más todavía al no poder montar a Pericus; sin embargo, un duendecillo que encontró peleándose por una bellota con una ardilla (o al menos eso fue lo que quiso pensar Sir Howard acerca de la curiosa actitud de ambos seres) le hizo concebir esperanzas al confirmarle que su ruta era la correcta. El duendecillo, de nombre Ké y gran aficionado a las conjunciones copulativas, tanto gramaticales como fisiológicas, le dio un mapa del bosque a cambio de que no contara a nadie el incidente con la ardilla. Se ve que estaba muy mal visto robar bellotas a las ardillas (ésa fue la cándida conclusión a la que llegó Sir Howard).

Con gran alegría recibió nuestro héroe el mapa. En él venía detallado hasta el mínimo detalle y a través de él supo que el castillo del malvado dragón no estaba tan lejos como creía.

Continuará (y acabará)...

Caminaba errático nuestro caballero andante Sir Howard de Adesehelegham en busca de su princesa, secuestrada por un malvado dragón en un castillo cuya ubicación desconocía.

Con todo el Reino por explorar, decidió adentrarse en el Principado de Telev Hónica, el más poderoso de la región, donde seguro encontraría a alguien que pudiera informarle del paradero de su amada.
Allí le atendió el gnomo Neptunius, el cual le aseguró sin vacilación que la princesa se encontraba casualmente en aquel condado. El gnomo mostraba una gran certeza en sus declaraciones; incluso le prometió que él mismo se la traería a sus brazos en menos de dos semanas. Sin embargo, durante casi dos meses, Sir Howard estuvo vagando estérilmente por aquellos parajes sin encontrar ni rastro de la moza, y sin recibir más avisos ni consejos por parte de Neptunius. Tal fue la magnitud de la afrenta que el caballero optó finalmente por cancelar la búsqueda, no sin antes degollar a Neptunius por traición y por difundir falsos testimonios e ilusiones. La moral de Sir Howard había caído, pero todavía guardaba algún resquicio de esperanza.


Continuará...

Roces en la oscuridad

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A riesgo de convertir este humilde blog en monográfico, relataré un pseudoerótico encuentro nocturno que tuve hace una semana.

Era la una y poco de la madrugada. Acababa de llegar a casa y, tras comprobar que la oferta televisiva a esa hora seguía siendo tan nauseabunda como siempre, me metí en la cama con la intención de terminar con una dura jornada de trabajo y ocio no del todo satisfactorio.

Con las luces apagadas y con un brazo apoyado en una de las dos almohadas, junto a mi cabeza, noté una especie de cosquilleo en la muñeca. Era el típico roce con el que una mosca o coleóptero similar te obsequia a cambio de que le dejes inspeccionar tus poros en busca de sólo-ellos-saben-qué. La molestia no era superlativa, sin embargo procedí a agitar el brazo para que el mosquito buscara otro festín lejos de mi anatomía. Pero no se iba. Mis ademanes eran infructuosos. Entonces comprendí que tal vez no se tratara de una mosca y fuera solamente un cosquilleo subjetivo.

Para confirmar la no-presencia del insecto, encendí la luz. Bajé la vista hacia mi brazo, el cual todavía notaba la presencia de algo rondando por el radio y el cúbito y descubrí horrorizado que mis acusaciones hacia una mosca o mosquito eran totalmente injustas. Era algo mucho más grande y que había hecho caso omiso a la agitación de mi brazo en la oscuridad por la sencilla razón de que no podía volar; se trataba de una araña de unos 6-7 centímetros que paseaba orgullosa por entre los vellos de mi antebrazo.

El final de la aventura se lo pueden ustedes imaginar. Mi zapatilla se está convirtiendo en una letal arma, mortífera contra insectos, arácnidos y algún que otro reptil.

La Jungla

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Con la llegada del calor y el buen tiempo, comienza la repoblación de la terraza (la cual disfruto en usufructo, no especulen ustedes con el status de mis finanzas) de mi humilde hogar. Los nuevos inquilinos son de diversa índole, y a cual más abyecto:

Hay moscas revoloteando en círculo. Moscas de varias tallas, desde aquella que te encuentras de repente apoyada en el cristal, hasta la que te alarma porque te hace creer que un helicóptero de luto hace maniobras alrededor del alféizar de la ventana. De momento no son abundantes, pero tampoco espero una plaga pues, si el señuelo suele ser, o fruta o mierda, en mi domicilio lo llevan claro...

El otro día me levanté para ir a trabajar y antes de salir de casa me fijé en un rincón. Había lo que yo creía que era una enorme pelusa, de esas que van creciendo conforme van ganando motas de polvo adeptas. La cogí para arrojarla a la calle, cuando en ese instante comprobé que para ser una pelusa tenía demasiadas patas. Por si todavía estuviera viva, la tiré al suelo y la suela de mi zapato dio buena cuenta del bisnieto de Spíderman.

Por la noche salí a tirar la basura, pero me detuve al ver algo en la pared que se movía. Tal vez fueran imaginaciones mías, porque sólo he logrado verlo aquella vez, pero me resultó incómoda la visión de algo parecido a una lagartija, incómoda simplemente por cuestiones logísticas: se puede aniquilar una araña o una "cuqui" con un zapatillazo sin necesidad de despojarse del calzado. Ya me dirán ustedes como aplasto sin quitarme la sandalia a una lagartija en la pared.

Y la estrella de esta fauna fue la "cuqui" que me encontré hace poco. Hacía escasas semanas que había visto la primera, yaciendo inerte boca arriba, lo que me produjo un mal rollo impresionante (ya que considero a esos seres, sin entrar en connotaciones religiosas, como la demostración empírica de que Satanás existe o existió cuando fueron creadas). Sin embargo, la que ví recientemente era apenas una adolescente y parecía viva. Sin dudarlo ni un momento, le asesté una ración de suela que provocó un crujido que casi paraliza el tráfico de la calle. El resultado de aquel impacto no lo voy a describir, por si hay personas sensibles entre la audiencia; como ilustración sólo comentaré que durante un par de días no pude comer nada relleno de crema...

Hombre rico, hombre pobre

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Genaro era el mecánico de lavadoras más reconocido del mundo. Era una estrella, el número uno, un galáctico en su gremio. Entre sus clientes figuraban las principales familias reales europeas, los magnates del petróleo estadounidenses y casi todos los jeques árabes. Clientes que podían permitirse comprar una lavadora nueva cada vez que se les estropeaba la antigua, pero que preferían contratar el exquisito servicio de Genaro. En consecuencia, las facturas de éste también eran galácticas.

Avelino era un mecánico humilde que podía darse con un canto en los dientes si conseguía reparar una lavadora al mes. En su barrio era muy conocido gracias a pequeños favores que hacía a sus vecinos, sin retribución alguna. Aun así ganaba lo justo para llevar una vida de acuerdo a su extrema modestia.

Tras varios meses de investigación, apareció a la venta un nuevo producto antical, el definitivo, el cual salvaría la vida de prácticamente la totalidad de lavadoras. Como los beneficios se presumían suculentos, los laboratorios decidieron contratar a Genaro para promocionar su producto. Un mecánico de lavadoras, el mejor del mundo, es toda una garantía para convencer al consumidor, pensaron.

Le ofrecieron un contrato irrechazable, donde figuraba una ristra de ceros muy tentadora. Genaro aceptó y el producto se vendió como churros. Esto supuso el fin de la necesidad de reparar lavadoras y Genaro vio cómo su demanda descendía, pero no ostensiblemente. La mayoría de sus mimados clientes se mantuvo fiel y precisaba de sus servicios en alguna ocasión, más por capricho y cortesía que por los nocivos efectos de la cal. Además, el contrato firmado con los laboratorios le garantizaba una vida futura de lujo infinito.

Avelino en cambio no corrió igual suerte; ya no tuvo más llamadas de clientes. Las escasas lavadoras de sus vecinos ya no se estropeaban como antes, por culpa del nuevo producto, ese producto infalible y perverso, patrocinado por un colega.

Los demás

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Una reunión de cinco viejos amigos. Ellos son viejos, así como su amistad. Tras mucho de no verse, es inevitable contarse qué ha sido de su vida en los últimos tiempos.

Armando empieza:
-Las ovejas no paran quietas. No dejan de escaparse hacia el monte y esconderse entre los árboles cuando atisban un bosque. Les gusta hacerme rabiar, y eso que son conscientes de que no lo van a conseguir, ya que mi amo me vacunó hace dos años.
-Pues a mí me va bastante bien con mi dueño -prosiguió Benigno-. Me trata muy bien. Tiene mucha confianza en mí, en mis ojos, y se fía de la senda que le elijo para llegar allá donde quiere. Es duro, sobre todo por los coches y los peatones incívicos, pero las muestras de agradecimiento de mi amo compensa cualquier penuria.
-Yo también estoy orgulloso de mi trabajo -comentó Carmelo-. Es igualmente duro ir cargando con el barril de brandy colgado del cuello y especialmente encontrar a los excursionistas perdidos o enterrados en tan difíciles condiciones, pero, os confieso, hay momentos en que uno se siente un héroe.
-Pues mi jefe me exige cada día más -se quejó Demetrio-. Debo encontrar todas las codornices y liebres a las que logra dar en el blanco, pues el muy puñetero lleva la cuenta a la perfección. Si no es así, me reduce la ración del rancho.
-Sinceramente, no comprendo del todo vuestras quejas -le tocó el turno a Eduardo-. Mi dueña me lleva a la peluquería y a la paticura, me compra mis vestiditos y comida sana y nutritiva, me deja aparearme con las mejores hembras del barrio y me saca a hacer mis necesidades cuando a mí me interesa, aunque ella deba madrugar más de lo necesario. Lo que no entiendo tampoco, debo reconocerlo, es por qué en ocasiones alguien me llama "perro"...

La loca

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La veía caminar a unos metros por delante de mis pasos. A unos diez metros aproximadamente. Me llamó la atención la acusada inclinación del cuello. Una inclinación antinatural y seguramente bastante incómoda. De cuando en cuando, un leve respingo de la cabeza se asomaba como una minúscula montaña rusa circulando sobre sus hombros. Asentimientos esporádicos completaban la batería de ademanes capilares.

La muchacha seguía caminando, como lo hacía yo detrás de ella, por aquel paseo oscuro de farolas amarillas. Cada vez me intrigaba más, no por el asombro que me causaba su demencia, sino por el morbo de encontrar más muestras de su desquicio. Hallé otra más. El brazo derecho lo tenía alzado y como paralizado; se había detenido justo en el momento de flexionar el codo, lo que confería más incomodidad a su postura y más desasosiego a mi espíritu de voyeur.

Decidí acelerar el paso. El inesperado espectáculo estaba alcanzando peligrosas cotas de morbo. Por un lado deseaba acercarme más, para ser mejor testigo de aquella improvisada exhibición circense en plena calle. Pero por otro deseaba sobrepasarla, dejar de observarla y poner fin de esa forma a la angustia que me producía. Pero cuando la tuve más cerca, apenas a dos metros, mis oídos me proporcionaron la culminación del diagnóstico: la chica estaba hablando sola.

Sentí náuseas. Una joven tan frágil e inexperta, con tan agradable aspecto, y con semejante deterioro mental. Dudaba entre actuar u olvidarla, entre complacer a mi compasión o abandonarla en su miseria. Me acerqué más, ya no había marcha atrás, había llegado el momento de tomar una determinación.

En ese mismo instante, la criatura terminó la conversación y guardó su teléfono móvil en su bolso de color granate.

Críspulo

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Críspulo era un airgamboy cowboy. Vivía en una caja de zapatos junto al hombre rana, el bombero y sus respectivos accesorios. A Críspulo no le disgustaba su hogar y la relación con sus compañeros era más que aceptable. Lo único que le irritaba era cuando Anselmo, el hombre rana, invitaba a comer a Mapache Tuerto, el airgamboy apache. Éste último vivía dos cajas más al fondo con el albañil, el policía y un muñeco tarado, vestido todo de cuero.

Críspulo era moderadamente feliz. Sus aventuras eran trepidantes y siempre lograba salir de ellas con éxito. Había conseguido mutilar al airgamboy sioux y le había arrancado las pequeñas lengüetas que hacían la función de pies al airgamboy pies negros. En su caja acumulaba los botines de sus andanzas, a pesar de la polémica suscitada por el aroma desprendido por alguno de ellos. No obstante, estaba muy orgulloso de su status dentro de aquel universo de plástico y minúsculas piezas no ingeribles.

Su aspecto físico era formidable. Su musculatura, rectilínea. Podía engullir litros de cerveza sin generar tripa; lástima que tampoco podía consumir nada, ya que su boca era tan sólo una curva negra trazada con un pincel sobre el plástico de su rostro. Tampoco tenía codos, pero no los necesitaba, pues en aquel mundo de airgamboys los exámenes no existían. Ni rodillas, cosa que le evitaba muchas lesiones de menisco. A pesar de tales minusvalías, era tremendamente ágil y podía dar saltos inimaginables; también era casi inmortal, resultaba inmune a toda clase de golpes y porrazos. A veces perdía la peluca o un brazo, pero su reparación era en absoluto problemática. No tenía ni que pasar por quirófano (el airgamboy médico se aburría casi tanto como el airgamboy butanero).

Pero un día sucedió una tragedia. En una de sus odiseas contra el airgamboy cheyenne, Críspulo osó acometerlo desde lo alto del armario, justo cuando aquél pasaba por debajo junto al airgamboy cherokee y el airgamboy lechero, que pasaba por allí. Críspulo calculó mal la distancia y se pegó un trompazo estratosférico contra el suelo. Anastasio, el airgamboy cheyenne, logró huir, pero eso no fue lo peor. Nuestro héroe perdió la cabeza, ambos brazos y se le desencajaron las piernas. Todo fue subsanable a excepción de la peluca, que jamás se pudo encontrar. Ni siquiera un sabueso que le pidieron prestado a los madelmanes vecinos logró hallar aquel tupé de plástico.

La depresión de Críspulo fue mayúscula. Jamás volvió a ser el que era. Tuvo que trasladarse a la caja de los muñecos mutantes, junto al airgamboy futbolista del Atlético de Madrid y un tricerátops de goma que había perdido su cuerno frontal. No podía volver a salir, había perdido toda dignidad. Era incapaz de pasearse con aquel agujero en pleno cráneo, exhibiendo su calvicie por doquier.

Se incorporó, con sumo dolor, a la casta de los juguetes olvidados.

Crimen Perfecto

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Acababa de salir del trabajo y, como mi querido autobús había partido ya, decidí caminar durante un rato. Siempre es agradable dar un paseo a esas horas, a pesar de que la benevolencia de los termómetros esté agonizando y el invierno aceche cual león en la sabana. Además, había oscurecido temprano, como corresponde a esta época, y eso contribuía al placer del paseo al evocar el contexto navideño que acompaña al león del invierno en nuestro acecho.

En una gran ciudad, es casi inevitable la interrupción del paseo por parte de un semáforo. Ahí me planté yo, sin preocuparme del tránsito de vehículos, pues por una vez la Señora Prisa no me daba collejas si osaba derrochar mi tiempo por culpa de un poste con lucecitas. En un estado de semiensimismamiento, vi de soslayo cómo un anciano compartía conmigo la espera en el bordillo. Era probablemente uno de los ancianos más viejos que jamás había visto. Era viejo hasta para ser anciano. Seguramente su edad rondaría el centenar de años, lustro arriba, lustro abajo. La oscuridad impidió a su cadavérico rostro deslumbrarme con su extrema palidez. Era de pequeña estatura y su boina de prolongado rabillo denotaba más precaución contra el frío que coquetería.

Tras unos segundos de discreto escrutinio hacia el viejo, desvié mi mirada hacia el semáforo. El hombrecito verde ya había hecho acto de presencia y nos daba instrucciones de cómo proceder. Mis sospechas se confirmaron cuando divisé al viejecito, que con esfuerzos intentaba colocar un pie por delante del otro en una sucesión de pasos a velocidad gasterópodo. En ese momento la compasión se apoderó de mí. A ese ritmo, era físicamente imposible que le diera tiempo a cruzar la calle mientras el semáforo estuviera en verde. Con total seguridad hubiera necesitado al menos dos tandas más de semáforo en verde. Entonces me ofrecí a ayudarle. El hombre, casi sin articular palabra, emitiendo unos gemidos guturales, asintió y me agarró del brazo. Le miré a los ojos y mi compasión creció exponencialmente. En ellos había una mezcla de sufrimiento y agradecimiento que parecía exagerada ante la escasa importancia del acto.

Sin embargo, en cuanto noté al viejo agarrado a mí, sentí cómo ya no le costaba tanto caminar como cuando acababa de bajar del bordillo. Pensé que mi enorme bondad le había como rejuvenecido y me enorgullecí. Tampoco era algo como para contárselo a mis nietos, pero al menos me suavizaría la conciencia durante los veinte ó treinta segundos siguientes al cruce del semáforo. Me resultó también algo sospechosa la manera en que se agarraba a mi brazo, como intentando palpar más allá de él. La idea del viejo verde aleteó fugazmente por mi mente de manera automática, pero mi indudable superioridad física sobre él me hizo obviar el asunto.

Llegamos a la otra acera justo cuando el hombrecito verde abandonó su parpadeo. Ignoro si el anciano seguía la misma dirección que yo, pero allí nos despedimos. Por primera vez pude ver en su rostro un atisbo de sonrisa y me pareció escuchar un "gracias" de sus labios.

Tal como imaginaba, me sentí reconfortado durante unos breves segundos, sin alardes, pero moderadamente satisfecho. Ya tenía un diminuto argumento para poder quejarme de la maldad y el egoísmo que domina el mundo, sintiéndome yo libre de toda culpa al derrochar altruismo mediante mi buena acción del día. Pero mi pequeña satisfacción se tornó en decepción y cabreo cuando me subí al autobús unos minutos más tarde y tuve que bajarme porque no encontraba la cartera.

La Zorra, el Lobo y el Oso

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En un oscuro bosque a mediados de otoño, en medio de una búsqueda infructuosa de alimento, se encontraron una zorra y un lobo. El clima de aquella región era extremadamente perverso y escaseaban los medios de subsistencia. No había ni una raquítica liebre que llevarse a las fauces. Estas circunstancias condujeron a la zorra y al lobo a firmar un pacto de colaboración.

Procuraron una cueva en los lindes de una pequeña colina. Lo echaron a suertes y le tocó a la zorra el rincón menos húmedo. Posteriormente se repartieron las labores; para evitar agravios, ambos realizarían los mismos trabajos: recolección de leña para el fuego y de bayas para el buche.

La briosa zorra empezó sus tareas con enorme ánimo, con una motivación absoluta, dejando al lobo boquiabierto. Éste, tan o más perezoso que la zorra, se lo tomó con más calma, realizando parsimoniosamente su recolección diaria sin registros destacables. Poco a poco, la zorra se fue adaptando al terreno. Fue conociendo los senderos mejor provistos de champiñones y los rincones con la leña más seca. Además, aprendió la manera de burlar las suspicacias del lobo fingiendo que trabajaba con la misma animosidad que al principio. No necesitaba imperiosamente trabajar menos, pero sabía la forma de ganar el mismo sueldo haciéndolo.

El lobo seguía al mismo ritmo, sin sobresaltos, sin innovaciones. Le frustraba un poco comprobar cómo la zorra obtenía el mismo output que él, aparentemente sin tanta dedicación. Porque el lobo no era tonto, se daba perfecta cuenta del descenso en el rendimiento de la zorra. La frustración inicial se transformó en cabreo cuando la desfachatez de la zorra fue en aumento. Pero se sentía impotente. La relación de dependencia era tal que, aunque se moría de ganas de descuartizarla con sus colmillos llenos de sarro, debía mantenerla en un status de intocabilidad, por razones que el equilibrio interno de aquella pequeña sociedad le imponía. Además, tampoco disponía de pruebas objetivas de los escaqueos de su compañera.

La situación se volvía insostenible. La zorra era feliz. Trabajaba lo mínimo y cobraba lo mismo, o más determinadas jornadas, que el lobo. Pero éste no aguantaba más y esperaba concluir con aquello, aunque siempre terminaba reprimiendo un arrebato de furia que hubiera acabado liquidando la sociedad. Necesitaba algún elemento externo.

Y el elemento apareció en forma de oso. Una enorme masa de pelo plantígrada fue recibida con suspicacia por parte de la zorra y con un tratamiento mesiánico por parte del lobo. Su poderío físico le otorgó la jefatura del grupo, siendo su función distinta a la de sus nuevos anfitriones. Su labor principal consistió en la supervisión de las labores de zorra y lobo. A la primera no le satisfizo en exceso tal jerarquía, pero no pudo disentir por falta de argumentos. Las pezuñas del oso eran un argumento irrefutable. El lobo se congratuló y se maravilló por su suerte. Casi una tonelada de maná peludo caído del cielo.

Poco le duró la alegría al lobo. La zorra, con argucias varias y su innegable poder de seducción, acaparó en seguida las simpatías del oso quien, más que sucumbir a sus encantos, fue convencido del excelente rendimiento del escaso esfuerzo de la zorra e hizo caso omiso a las protestas del lobo ante semejante agravio comparativo. Ella debía seguir con su actuación delante del oso, pero aquél era un esfuerzo insignificante comparado con los titánicos que el lobo debía llevar a cabo diariamente para hacerse con apenas media docena de nueces. Y eso era únicamente lo que el oso, hipnotizado por su glotonería, sabía apreciar.

Los tres animales llegaron a una especie de equilibrio muy endeble. Los hilos estaban tensos cual alambres y cualquier ataque de ira del lobo daría al traste esta sociedad de conveniencia donde realmente no triunfa el más listo ni el más fuerte, sino el que menos se esfuerza. Lo más difícil de todo es averiguar cuál es la fuerza que retiene al lobo para que no salte por los aires y estampe el hocico de la zorra contra una roca.

Gnomos en mi jardín

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Hace unos meses sucedieron cosas muy extrañas en el pequeño jardín que rodea mi humilde hogar. El primer fenómeno fue la desaparición de las bisagras de la puerta de la letrina. Fue bochornoso tener que enfrentarme a tan delicada labor a la vista de los curiosos (un par de ardillas y un mapache tuerto), pero una urgencia es una urgencia. Las bisagras habían desaparecido limpiamente, sin signos de violencia. Una poderosa ráfaga de viento no podía haber causado tal travesura. Y tampoco eran de un valor tal como para atraer a los amigos de lo ajeno. Como la ferretería más próxima me queda algo lejos, aún no he podido reponerlas y cada día hago mis cosas sin puerta alguna que me provea de intimidad. Me estoy ahorrando unos buenos cuartos en ambientador.
Lo siguiente fue la inexplicable metamorfosis de mis geranios. Extraviaron las flores, se endureció el tallo (con perdón) y su superfície se recubrió de pinchos. Pudo ser obra de algún mago de grandes poderes, o bien algún gamberro sin escrúpulos me pegó el cambiazo. De todas formas, me satisface el no tener que regarlos con la asiduidad de antes, además de haberme librado del polen que me daba alergia el último viernes de cada mes.
A la semana siguiente me encontré una rata muerta sobre el felpudo de la entrada. Las moscas que atrajo eran bastante desagradables, especialmente por sus descomunales dimensiones, sin embargo, la aparición del cadáver del roedor sirvió para ahuyentar las visitas de aquel día, en particular la de Tía Eduvigis, la Desvirtuosa, que venía a enseñarme la flamante gaita que le había regalado la Abuela Ermengarda, la Sorda.
A los dos días apareció una gigantesca deyección bovina en medio del camino. Desde entonces, los rábanos y las zanahorias crecen ahí en lugar de en el huerto, cosa que me evita caminar unos cuantos pasos cuando quiero recogerlos para la ensalada. La edad no perdona y tengo las rodillas como las de un Airgamboy.
Todos estos fenómenos ya han cesado. Lo último sobrenatural que percibí en mi jardín fue una especie de chillido agudo, como proveniente de algún ser diminuto, justo después de descubrir junto a las remolachas una espantosa seta de color rojo y topos blancos y arrancarla ipso facto. Primero fue un grito de sorpresa y desesperación, para pasar más tarde a una retahíla de exabruptos irreproducibles cuando alojé dicha seta en el hediondo cubo de la basura.

Chico nuevo en la oficina

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Hoy ha empezado a trabajar un chico nuevo en la redacción. A pesar de que su discreción ha sido absoluta, así como su intención de pasar desapercibido, nos ha llamado la atención a todos. Es alto y corpulento, aunque por su talante y sus gestos parece de lo más dócil. Es decir, parece fuerte, pero incapaz de hacer uso de esa fuerza. Por otro lado, el excesivamente engominado cabello no impide que un remolino se destaque díscolamente del oprimido flequillo. Unos breves segundos sin sus gafas nos han inducido a pensar que acusa una miopía galopante. Sin embargo, la momentánea y presumible falta de visión la ha sustituido por una mirada que parecía que podía traspasar objetos. Tímido, casi tartamudo, muy receloso de su vida personal, ha mantenido su atuendo impecable, ni siquiera ha desahogado el nudo de la corbata, como si quisiera esconder algo debajo de su traje.

En la oficina ya circulan los rumores sobre las actividades nocturnas de este chico, sobre su otro yo en el universo drag queen...

Proeza

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Hoy lo he vuelto a hacer. Han pasado casi 20 años desde la última vez. Corría el año 1985 y aún conservada la osadía y el descaro de la juventud. Mis actos por aquel entonces eran impulsados por una vehemencia de tal calibre que la suerte, cansada ya de verme juguetear con el riesgo, me fue esquiva y no me quedó más alternativa que hacerlo. Era un día lluvioso, como hoy, un fenómeno inusual por estas latitudes. Hasta el punto de, a pesar de la experiencia que me otorgan los años, pillarme desprevenido. Incluso la última vez estaba más preparado, llevaba mi flamante impermeable verde persiana, regalo de Tía Conchita. El escenario era casi idéntico al de hoy, con una acera sembrada de charcos de una profundidad aceptable. Con cierta candidez desafiaba la impermeabilidad de mis botas amarillas introduciendo mis protegidos aunque rebeldes pies en las procelosas aguas de los diminutos estanques urbanos. No pude imaginar la traición que me tenían preparada las irregularidades que formaban los adoquines de la acera. Un error de cálculo, un pie apoyado en el lugar equivocado, y di con mis huesos sobre el húmedo pavimento. Durante los primeros segundos lo que más me preocupaba era el ridículo espectáculo que ofrecía a los curiosos y crueles transeúntes. A continuación mi interés se centró en mi integridad física. Superados, no sin apuros, los dos primeros escollos, sólo me quedaba por resolver el desalojo de la mugre que se había adherido en aquellos puntos de mi anatomía que el impermeable de Tía Conchita no cubría.

En efecto, damas y caballeros. Hoy no llevaba paraguas y la lluvia tormentosa de la jornada me ha obligado, después de tanto tiempo, a darme una ducha.

Me gusta comer letras

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Me gusta comer letras. No me refiero a la sopa. Ni a elidir consonantes a final de palabra. Me gusta comerlas, literalmente.
Lo particular de mi caso es que, en contra de lo común, no elaboro un discurso con palabras mutiladas, desprovistas de alguna letra. Al contrario, dichas palabras ven cómo la letra digerida se adhiere a su esstructura al instante. Lo ven? Acabo de comerme una ese.
No es fácil seguir esta dieta. Hay que encontrar el momento preciso para tragar la letra, buscando que la palabra resultante sea inteligible. Por ejemplo, si me quiero comer una jota, debe coincidir su deglución con la pronunciación de una palabra con esa letra, a ser posible coincidiendo además con la sílaba exacta: "ayer comí dos jjotas con perejjil". En esta empresa debo tener mucho tacto, pues los resultados pueden ser catastróficos: "el dromedario tiene dos jojrobas".
En este sentido hay letras especialmente conflictivas. La uve doble es exquisita, pero es altamente complicado zamparse una sin acompañarla de un vaso de wwhisky. Lo bueno que tiene el whiskky on the rockks es que me ofrece una gran ocasión para saborear dos kas.
Naturalmente, no todas las letras saben igual. La hache, por ejemplo, es hinsípida, y puedo comerla cuhanto guste que no hengorda. La erre en cambio es más fuerrte y hay que moderar su consumo, pues prroduce mal aliento y acidez de estómago. Todas las precauciones son pocas para ingerir una ese, pues aunque es totalmente inofenssiva en mitad de una palabra, sus consecuencias semánticas se presumen dessastrosas al pronunciarla al final del vocablo: "mis novias tiene las uñas negras". Esta letra es mejor comerla en la más esstricta intimidad, para evitar situaciones comprometidas.

W, el Robot

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W es un Robot. Lo es y lo seguirá siendo. Porque W no morirá jamás. Cuando algún tornillo se le oxide, se le sustituirá por otro nuevo. Cuando se le agote el combustible, se le repondrá inmediatamente. Y no morirá, a pesar de que ni duerme ni se alimenta y realiza tareas de un esfuerzo físico sobrehumano. Nunca se cansa. Y sigue siendo invulnerable a las balas y los venenos. Tal vez un cortocircuito pueda causarle algún tipo de dolor, pero es solamente transitorio. Una vez recompuesto, vuelve a su actividad como si nada hubiese sucedido.
La ética y la religión son asignaturas que siempre suspendería. En cambio, sacaría sobresaliente en matemáticas si le dejaran presentarse a los exámenes.
Nadie le inspira confianza. Ni compasión. Ni le despierta odio. Ni siente curiosidad. Eso no evita que jamás olvide una cara, pues su memoria es bastante amplia. Y a partir de ese rostro pueda reconocer a la persona y saber su nombre, edad y profesión. Aunque no su talante y su personalidad. Quizá pudiera guardar esa información también en su base de datos, pero sería en formato de frías palabras, una mera descripción.
Puede ver formas, colores, luces y sombras. Y si la imagen concuerda con alguna que tenga predeterminada en su memoria, sería capaz incluso de reconocerla. Lo mismo sucede con los sonidos. En cambio, con los olores y los sabores tiene más dificultades. No disfruta de ellos.
W no tuvo niñez. Se despertó un día de repente y fue consciente desde el primer momento de su existencia, cosa que le produjo una gran indiferencia. No se enfada, ni llora, ni ríe. Detrás de su rostro frío y metalizado, denota que jamás sabrá lo que es la felicidad. Y eso, lo cual también puede verse a primera vista, no le importa lo más mínimo.

La ardilla

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Del interior de un pino sale una ardilla. Diminuta, grisácea, orejas puntiagudas y un hocico chato. Ojos rojos y poderosos incisivos. Saltarina y graciosa. En el interior del pino hay un hueco que le sirve de cobijo y almacén. Dos compartimentos separados por una cortina de cáscaras de bellotas. No necesita más en su solitaria vida. La soledad le permite disfrutar totalmente del provecho de sus indagaciones por la frondosidad del bosque. Nada de compartir. Si al menos le sobrara algo de entre las nueces y avellanas que recolecta, podría permitirse el lujo del altruismo. Además, lo poco que recoge le cuesta las penurias suficientes como para desear no desprenderse de ello. También piensa, la ardilla: "podría compartir mis bellotas y así, quien las recibiere, adquiriría el compromiso de compartir conmigo sus bellotas, en caso de que yo las necesitara". Tal vez no piense con estas oportunas palabras, pero la idea es la misma. Una visión pragmática, pero... quién le asegura el compromiso de la otra parte? Y sigue cavilando: "y por qué no me especializo yo en bellotas y mi adversaria en avellanas, e intercambiar cuando ambos precisemos del otro fruto? Pues precisamente porque sería más sencillo abarcarlo todo, conseguir bellotas y avellanas indistintamente y no depender de nadie. De esta forma, si me apetecen avellanas no tengo que esperar que la otra ardilla me la proporcione. Podría abusar de su privilegiada situación en la negociación, dados mis ardientes deseos de avellanas". Esta ardilla no es necesariamente egoista. Tan sólo defiende sus intereses y maximiza el beneficio propio.

Canción del día: Party all the Time - Eddie Murphy