Gnomos en mi jardín

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Hace unos meses sucedieron cosas muy extrañas en el pequeño jardín que rodea mi humilde hogar. El primer fenómeno fue la desaparición de las bisagras de la puerta de la letrina. Fue bochornoso tener que enfrentarme a tan delicada labor a la vista de los curiosos (un par de ardillas y un mapache tuerto), pero una urgencia es una urgencia. Las bisagras habían desaparecido limpiamente, sin signos de violencia. Una poderosa ráfaga de viento no podía haber causado tal travesura. Y tampoco eran de un valor tal como para atraer a los amigos de lo ajeno. Como la ferretería más próxima me queda algo lejos, aún no he podido reponerlas y cada día hago mis cosas sin puerta alguna que me provea de intimidad. Me estoy ahorrando unos buenos cuartos en ambientador.
Lo siguiente fue la inexplicable metamorfosis de mis geranios. Extraviaron las flores, se endureció el tallo (con perdón) y su superfície se recubrió de pinchos. Pudo ser obra de algún mago de grandes poderes, o bien algún gamberro sin escrúpulos me pegó el cambiazo. De todas formas, me satisface el no tener que regarlos con la asiduidad de antes, además de haberme librado del polen que me daba alergia el último viernes de cada mes.
A la semana siguiente me encontré una rata muerta sobre el felpudo de la entrada. Las moscas que atrajo eran bastante desagradables, especialmente por sus descomunales dimensiones, sin embargo, la aparición del cadáver del roedor sirvió para ahuyentar las visitas de aquel día, en particular la de Tía Eduvigis, la Desvirtuosa, que venía a enseñarme la flamante gaita que le había regalado la Abuela Ermengarda, la Sorda.
A los dos días apareció una gigantesca deyección bovina en medio del camino. Desde entonces, los rábanos y las zanahorias crecen ahí en lugar de en el huerto, cosa que me evita caminar unos cuantos pasos cuando quiero recogerlos para la ensalada. La edad no perdona y tengo las rodillas como las de un Airgamboy.
Todos estos fenómenos ya han cesado. Lo último sobrenatural que percibí en mi jardín fue una especie de chillido agudo, como proveniente de algún ser diminuto, justo después de descubrir junto a las remolachas una espantosa seta de color rojo y topos blancos y arrancarla ipso facto. Primero fue un grito de sorpresa y desesperación, para pasar más tarde a una retahíla de exabruptos irreproducibles cuando alojé dicha seta en el hediondo cubo de la basura.

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