La veía caminar a unos metros por delante de mis pasos. A unos diez metros aproximadamente. Me llamó la atención la acusada inclinación del cuello. Una inclinación antinatural y seguramente bastante incómoda. De cuando en cuando, un leve respingo de la cabeza se asomaba como una minúscula montaña rusa circulando sobre sus hombros. Asentimientos esporádicos completaban la batería de ademanes capilares.
La muchacha seguía caminando, como lo hacía yo detrás de ella, por aquel paseo oscuro de farolas amarillas. Cada vez me intrigaba más, no por el asombro que me causaba su demencia, sino por el morbo de encontrar más muestras de su desquicio. Hallé otra más. El brazo derecho lo tenía alzado y como paralizado; se había detenido justo en el momento de flexionar el codo, lo que confería más incomodidad a su postura y más desasosiego a mi espíritu de voyeur.
Decidí acelerar el paso. El inesperado espectáculo estaba alcanzando peligrosas cotas de morbo. Por un lado deseaba acercarme más, para ser mejor testigo de aquella improvisada exhibición circense en plena calle. Pero por otro deseaba sobrepasarla, dejar de observarla y poner fin de esa forma a la angustia que me producía. Pero cuando la tuve más cerca, apenas a dos metros, mis oídos me proporcionaron la culminación del diagnóstico: la chica estaba hablando sola.
Sentí náuseas. Una joven tan frágil e inexperta, con tan agradable aspecto, y con semejante deterioro mental. Dudaba entre actuar u olvidarla, entre complacer a mi compasión o abandonarla en su miseria. Me acerqué más, ya no había marcha atrás, había llegado el momento de tomar una determinación.
En ese mismo instante, la criatura terminó la conversación y guardó su teléfono móvil en su bolso de color granate.
Leave a comment