Érase una vez un pacífico ciudadano que acababa de cumplir con su labor diaria y se disponía a emprender el camino de regreso a su hogar. Esperaba pacientemente la llegada del vehículo cuando, de repente, sintió un escalofrío. Una anciana de revoltosas melenas le dirigía la más furibunda de sus miradas. El peatón, atemorizado, permaneció inmóvil, como petrificado, cuando el vehículo abrió sus puertas. Entonces, un cúmulo de circunstancias (las prisas, el desconcierto, su casual ubicación) le condujeron al humilde transeúnte a montar en el coche en primer lugar. Una vez arriba, toda la cólera concentrada en aquella vieja mujer, cuyos ojos apenas eran una muestra, se desató. La ex-venerable ancianita, profiriendo gritos de rabia, alzó los brazos y el cuello y desató una tormenta de rayos azules y violetas sobre su cabeza. Sus ojos se blanquearon y sus dientes amarilleáronse. Entre todo aquel alboroto, la víctima apenas si pudo ver cómo la mujer abría la boca, que parecía más grande de lo que presumían sus enjutos labios, y extraía una lengua bífida. Debido a que se sentían fuera de peligro, el resto del pasaje, a pesar de sentir un gran pavor, se abstuvieron de intervenir. A punto estuvo la viperina lengua de alcanzar al desvalido peatón. Éste, con una demostración de agilidad insólita, logró zafarse y dirigirse al fondo del coche, lejos del alcance de los brazos de la vieja, ya convertidos en tentáculos verrugosos. La mujer no cesó de acosarle con una retahíla de improperios que él se esforzaba en ignorar. No obstante, su entereza le llevó a la victoria, pues una vez el chófer puso en marcha el vehículo, la vieja se calmó, volvió a su estado natural y olvidó el incidente con rapidez, gracias a cierta chochez cósmica.