Acababa de salir del trabajo y, como mi querido autobús había partido ya, decidí caminar durante un rato. Siempre es agradable dar un paseo a esas horas, a pesar de que la benevolencia de los termómetros esté agonizando y el invierno aceche cual león en la sabana. Además, había oscurecido temprano, como corresponde a esta época, y eso contribuía al placer del paseo al evocar el contexto navideño que acompaña al león del invierno en nuestro acecho.
En una gran ciudad, es casi inevitable la interrupción del paseo por parte de un semáforo. Ahí me planté yo, sin preocuparme del tránsito de vehículos, pues por una vez la Señora Prisa no me daba collejas si osaba derrochar mi tiempo por culpa de un poste con lucecitas. En un estado de semiensimismamiento, vi de soslayo cómo un anciano compartía conmigo la espera en el bordillo. Era probablemente uno de los ancianos más viejos que jamás había visto. Era viejo hasta para ser anciano. Seguramente su edad rondaría el centenar de años, lustro arriba, lustro abajo. La oscuridad impidió a su cadavérico rostro deslumbrarme con su extrema palidez. Era de pequeña estatura y su boina de prolongado rabillo denotaba más precaución contra el frío que coquetería.
Tras unos segundos de discreto escrutinio hacia el viejo, desvié mi mirada hacia el semáforo. El hombrecito verde ya había hecho acto de presencia y nos daba instrucciones de cómo proceder. Mis sospechas se confirmaron cuando divisé al viejecito, que con esfuerzos intentaba colocar un pie por delante del otro en una sucesión de pasos a velocidad gasterópodo. En ese momento la compasión se apoderó de mí. A ese ritmo, era físicamente imposible que le diera tiempo a cruzar la calle mientras el semáforo estuviera en verde. Con total seguridad hubiera necesitado al menos dos tandas más de semáforo en verde. Entonces me ofrecí a ayudarle. El hombre, casi sin articular palabra, emitiendo unos gemidos guturales, asintió y me agarró del brazo. Le miré a los ojos y mi compasión creció exponencialmente. En ellos había una mezcla de sufrimiento y agradecimiento que parecía exagerada ante la escasa importancia del acto.
Sin embargo, en cuanto noté al viejo agarrado a mí, sentí cómo ya no le costaba tanto caminar como cuando acababa de bajar del bordillo. Pensé que mi enorme bondad le había como rejuvenecido y me enorgullecí. Tampoco era algo como para contárselo a mis nietos, pero al menos me suavizaría la conciencia durante los veinte ó treinta segundos siguientes al cruce del semáforo. Me resultó también algo sospechosa la manera en que se agarraba a mi brazo, como intentando palpar más allá de él. La idea del viejo verde aleteó fugazmente por mi mente de manera automática, pero mi indudable superioridad física sobre él me hizo obviar el asunto.
Llegamos a la otra acera justo cuando el hombrecito verde abandonó su parpadeo. Ignoro si el anciano seguía la misma dirección que yo, pero allí nos despedimos. Por primera vez pude ver en su rostro un atisbo de sonrisa y me pareció escuchar un "gracias" de sus labios.
Tal como imaginaba, me sentí reconfortado durante unos breves segundos, sin alardes, pero moderadamente satisfecho. Ya tenía un diminuto argumento para poder quejarme de la maldad y el egoísmo que domina el mundo, sintiéndome yo libre de toda culpa al derrochar altruismo mediante mi buena acción del día. Pero mi pequeña satisfacción se tornó en decepción y cabreo cuando me subí al autobús unos minutos más tarde y tuve que bajarme porque no encontraba la cartera.