La noticia de que mi hermana esperaba un niño me cogió por sorpresa. Por su edad y por su situación personal era algo de lo más natural y esperado, pero qué le vamos a hacer, uno es un despistado y no piensa en esas cosas. Me emocioné, pero la lejanía del acontecimiento calmó los nervios y avivó la incredulidad.
Cuando me anunciaron que se trataba de un varón, me emocioné más aún, no por el género que el azar, los cromosomas y los dioses habían elegido, sino porque mis proyectos para con mi sobrinillo, proyectos que sólo eran bocetos sobre papel de estraza, podrían empezar a cobrar forma.
Pasaban los meses y, aunque la tripa de mi hermana iba en aumento, no concebía la idea de que un nuevo ser iba a formar parte del selecto club de mi familia, la más cercana, la única. Bastante tenía yo, en mi egoísmo, con preocuparme de mis padres, mis dos hermanas, mi churri... y bueno, vale, mi cuñado.
El martes tenía visita con el médico. Ocasión propicia para el feliz desenlace. Pues no, tampoco me imaginaba que ese día se iba a convertir en una importante efeméride para mi agenda. El muy tramposo quiso salir antes, para sorprender una vez más a su distraído tío. Mi madre me llamó y me dio la gran noticia; iba a nacer esa misma tarde. Por fin adquirí conciencia del cambio radical que iba a producirse en nuestras vidas. Con unos nervios espeluznantes acudí a la clínica, con la idea de encontrarme la habitación vacía y dispuesto a sufrir una espera agónica. Pues no de nuevo, el bribón volvió a sorprenderme. No me hizo falta ni abrir la puerta de la habitación 737 para oir los sollozos de menos de tres kilos de carne y huesos aún por formar.
Ahora ya me lo creo. Y la sensación de estos días (y la de muchos, muchísimos días más en el futuro) jamás pude ni imaginármela. Mi hermana y mi cuñado me han hecho un regalo pequeñito pero enorme; desde el martes he tenido tiempo para comprobar que, si estoy bajo de moral por cualquier causa, pienso en Joel y la sonrisa reaparece.
Joel, fíjate, hasta me empiezo a acostumbrar a tu nombre...