El avión despegaba a las 7.40 horas. Al tratarse de un vuelo nacional, con plantarse una hora antes en el aeropuerto era más que suficiente. Además, no era la primera vez que efectuaba semejante trayecto, y la experiencia avalaba ese dato.
Allí estuve, a las 6.40 en punto. Varios mostradores recogían viajeros y equipaje para diversos vuelos. Como en el supermercado, escogí la cola que parecía que me iba a ofrecer un menor tiempo de espera. Craso error. Como en el supermercado, la cola más corta (y presumiblemente más rápida) es la que es atendida por el personal más lento. Pues sí, señores, las 6.55 y los mismos que eran atendidos en el momento de mi llegada seguían discutiendo con la amable dependienta. La Impaciencia, igual que hacía con mis sucesores en la cola, llamaba a mi puerta.
Decidí acudir a las máquinas automáticas, ya que poseía un billete de la modalidad "electrónica". Introduje mi DNI pero no era válido. Para evitar conflictos con la tecnología, opté por retornar a los mostradores, donde un humano me atendiera. Obviamente escogí otra cola, pues aún estaban los mismos pelmazos monopolizando mi antiguo mostrador. Cuando al final conseguí llegar al nuevo mostrador de facturación, me entregaron la tarjeta de embarque y me marcaron la hora, las 7:10. Miré el reloj con cierta angustia, confirmada ésta tras confirmar yo la hora: eran las 7:05.
Subí a toda prisa por las escaleras, dirigiéndome al control de seguridad. Se me desplomó el alma cuando observé la enorme cola que había. Claro, un mismo control de seguridad para tantos vuelos... Por fortuna, el ritmo era relativamente rápido, pero para no agobiarme aún más, decidí no volver a mirar el reloj hasta pasado un ratito. Al final, entre la Impaciencia, la Incertidumbre y el Aburrimiento me obligaron a consultar la hora: las 7:15. Sin embargo, mi retención en aquella infernal cola prácticamente se había extinguido. Me despojé del reloj, del cinturón y demás objetos personales y los deposité en la bandeja preparada a tal efecto. La tarjeta de embarque la llevaba en la mano para poder mostrarla más fácilmente al amable miembro del Cuerpo de la Guardia Civil.
Tras mostrar la tarjeta, hubiera jurado que la coloqué en la bandeja, con el fin de tener todos los objetos que luego debería reubicar en un mismo lugar. Entre las prisas, la muchedumbre, el estrés que provoca pasar por debajo del detector ante la inquisitiva mirada del amable miembro del Cuerpo de la Guardia Civil y el tener que sujetarme los pantalones con una mano ante la ausencia de cinturón, me despisté y cuando la bandeja atravesó el aparato de rayos X y me dispuse a recoger todos mis efectos personales, comprobé cómo la tarjeta de embarque había desaparecido.
Eran las 7:20 pasadas y las masas se estaban agolpando en el control de seguridad. No podía detenerme a buscar la dichosa tarjeta. Tampoco podía asegurar que se hubiera extraviado al cruzar la máquina de rayos X. Escruté todos mis bolsillos, pero la búsqueda fue infructuosa. Tomé la determinación entonces de acudir a la puerta de embarque; por mucho que tuviera la tarjeta, hubiera sido más difícil embarcar con el avión ya en el aire.
Fui a la puerta que me indicaron, corriendo y colocándome el cinturón a la vez. Esta vez los dioses fueron benévolos al seleccionar la puerta y no me mandaron a la otra punta de la terminal. Le confesé a la azafata que había extraviado la tarjeta y ella puso cara de tener ante ella a un híbrido de Ed Gein y Jack el Destripador. Me comentó que era un elemento imprescindible para acceder al aparato, pero que me esperara un momento, que si mi billete era electrónico, aún había margen para la esperanza. A pesar de todo, yo estaba relativamente tranquilo, aunque no sé en qué hecho basaba mi convencimiento de que ese avión no despegaría sin mí. Así fue, mostrando mi DNI me confirmaron que era correcto y me dejaron subir. Afortunadamente recordaba mi número de asiento, de forma que una vez dentro no tuve que volver a humillarme reconociendo de nuevo mi torpeza al perder una tarjeta importantísima en apenas 50 metros de aeropuerto.
Ya estaba dentro. Eran las 7:25 horas. En apenas 45 minutos me había pasado de todo. Sólo me quedaba lidiar con una azafata tiquismiquis que me incordió un par de veces acerca de lo que había depositado en el bolsillo del asiento delantero o acerca de la verticalidad de mi butaca. En fin, tras lo acaecido unos minutos antes, aquello era solamente una ligera tocadita de huevos.