El Cielo. Si le llegan a jurar a Fragus que, tras tantos milenios de cautiverio voluntario, su primera salida de la oficina iba a tener tan detestable destino, probablemente se hubiera retorcido de la risa. El mismísimo Destino, tan cínico por aquellos lares, le obsequiaba con un corte de mangas sin derecho a réplica.
Acababa de redactar el contrato de compraventa de las parcelas. Ahora necesitaba un representante de alguna entidad financiera para los farragosos trámites hipotecarios; tarea fácil, si algo sobraba en los Infiernos eran banqueros. Un muchacho humilde y tímido, algo inestable emocionalmente pero con una vocación innata para los negocios, llamado Marcinkus, logró convencerle y Fragus lo convirtió en su compañero de aventura.
Tantas horas de interminable papeleo provocaron un retraso insólito en el plan de viaje de Fragus. Él, siempre tan puntual en sus obligaciones, comprobaba angustiado cómo se aproximaba la hora de salida del tren que les conduciría a Purgatory Town y ellos aún no habían llegado a la estación.
Les tocó correr. El tren arrancaba, los últimos avisos ya habían sido anunciados, pero Fragus, contagiado por el juvenil espíritu de Marcinkus, veía factible la posibilidad de atraparlo en marcha. Así fue, ambos lograron sujetarse a un estribo y acceder al interior, no sin grandes dosis de torpeza y patetismo.
Una vez en el interior del compartimento, suspiraron aliviados. No estaban acostumbrados a estos ejercicios espontáneos, especialmente el funcionario, cuya mayor actividad física cotidiana consistía en levantar el brazo para depositar la moneda en la máquina de café. No obstante, no fueron los únicos que pretendían viajar en ese tren sin respetar los firmes horarios de la Compañía Ferroviaria Infernal. Mientras se secaba el sudor, Fragus observó atónito como una figura extremadamente ágil pretendía emularles en su cruzada contra la impuntualidad.
Corría como un desesperado, con tal ímpetu que logró aferrarse a una barra vertical que había junto a la puerta y con un gracil salto se coló en el interior del vagón. Los dos compañeros quedaron boquiabiertos ante tal demostración de destreza, estupefacción que se tornó superlativa cuando el superdemonio les honró con su presencia en el compartimento; se trataba del célebre Oxi Morón.
Oxi Morón era un famoso cómico televisivo. Sus gracias y chistes acerca de los defectos y las taras físicas de los humanos eran reconocidos en todos los Círculos. Su apariencia era apuesta, de atleta de élite, y nadie se hubiera asombrado de la hazaña que habían presenciado Fragus y Marcinkus si no fuera por un pequeño detalle: en sus múltiples intervenciones en la pequeña pantalla, Morón aparecía en silla de ruedas.
Pretendía viajar de incógnito, pero con la briosa carrera había perdido el sombrero que cubría su cornamenta. Los dos oficinistas lo reconocieron al instante y fueron incapaces de ocultar su asombro. Sin embargo, el cómico ni les miró y se sentó enfrente de ellos, oculto tras una revista de televisión, con la intención de pasar desapercibido. Estaba convencido de que aquellas dos enclenques criaturas no supondrían la más mínima amenaza a la conservación de su farsa. Su plan había sido infalible durante muchos años y por haberse permitido dormir "cinco minutos más" y haber tenido que perseguir un ferrocarril en marcha, no iba a desbaratarse ahora. Su engaño a las bobaliconas masas le había procurado una vida de lujuria y placer, compuesta por ese tipo de lujos y placeres que sólo se puede encontrar en el Infierno. Y ahora dos mequetrefes podían echarlo todo a perder si se iban de la lengua. No, era imposible...
Oxi Morón bajó una milésima de segundo la revista que le servía de trinchera. Los dos diablos que tenía enfrente lo seguían observando con los ojos de par en par. Volvió a subir la revista y un sudor frío le recorría la sien cuando empezaron a rechinarle los colmillos. Tenía que hacer algo...