Debía recurrir a la violencia si era necesario; el fin de preservar su estatus lo justificaba plenamente. Al fin y al cabo, nadie echaría de menos a aquellas dos tristes criaturas. A juzgar por su patético aspecto, hubiera apostado que no tenían pareja, ni mucho menos familia. Dos seres tan raquíticos y esmirriados tampoco tendrían muchos amigos ni conocidos.
Podía golpearles, juntando sus cabezas como quien casca cocos. Eran poquita cosa, pero sus cráneos seguramente serían de una dureza extrema. Los noquearía, los metería en un saco, esperaría a que el tren circulara por un puente sobre un río y lanzaría el saco por la ventana. Se procuraría un nuevo disfraz y su pantomima se prolongaría. Qué gran plan.
Todo esto maquinaba Oxi Morón tras su revista de televisión, con calma y precisión, saboreando su astucia y frotándose mentalmente las manos de una fácil victoria. En cualquier caso, no debía precipitarse. Aunque ansiaba más que nada mantener su puesto en el ránquing del Famoseo, no era un delincuente habitual y no estaba acostumbrado a perpetrar actos de ese calibre.
Respiró hondo. Comenzó una breve cuenta atrás en el interior de su mente, dibujando simultáneamente en ella la maniobra que iba a convertir dos cabecitas rojas en dos frutos de la palmera. Cuando la cuenta atrás llegó a su fin, Oxi Morón lanzó con vehemencia la revista y se abalanzó hacia el asiento de enfrente gritando como un mengue desquiciado... pasando a continuación a estamparse contra el tapizado de las butacas; un colmillo quedó clavado en el brazo de una de ellas y otro saltó por los aires mientras Morón aullaba perplejo. Fragus y Marcinkus se habían esfumado.