Invasores II

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A menudo nos sentimos invadidos. En la multirracial sociedad actual es bastante frecuente. Rara vez nos encontramos en un contexto donde la absoluta totalidad de las personas que nos rodean comparte nuestros mismos orígenes. Y eso no es malo. No obstante, cuando invaden tu terreno vital y coartan tu libertad, el tema se vuelve peligroso.

Y no me refiero a los chinos, esos maestros del monopoly que son capaces de apoderarse de una manzana entera a base de restaurantes, bazares e incluso fruterías donde venden algo más que mandarinas. Tampoco quisiera hacer mención a los hispanoamericanos y a su enorme capacidad reproductiva. Ni a los moros ni a los negros... perdón, magrebíes y subsaharianos.

Me estoy refiriendo a los perros. Antiguamente encontrarse con un perro por la calle era casi un motivo de celebración, un evento extraordinario equivalente a las sensaciones que producían las visitas a los zoológicos. Además, celebrábamos con regocijo el repugnante infortunio de contactar con la suela de nuestro zapato los desahogos intestinales de los canes, aduciendo la buena fortuna que dicho incidente consigo traía.

Ahora hay miles de ellos. Se han convertido en un elemento urbano más, tales como las farolas, los árboles o los mismísimos peatones. Incluso un mismo dueño es poseedor de más de uno y ya no se esfuerza en madrugar para permitir al perrito hacer sus necesidades. Nos encontramos a individuos paseando a su mascota a cualquier hora del día.

Lo más fascinante de todo es la invasión propiamente dicha, sibilina y contundente. En una acera de apenas tres metros, el dueño mantiene atado a su perro mediante un cordel de cinco metros, otorgándole una piadosa libertad digna de la indulgente y presuntamente superior raza humana. El cánido, ni corto ni perezoso, bueno, al menos ni corto, aprovecha tal concesión para deambular por el extremo opuesto de la acera, lo que provoca que los peatones inocentes se tropiecen con un obstáculo compuesto por un cordel sujeto a sus dos extremos por dos elementos móviles. Esta invasión de la vía pública solamente concluye cuando el dueño se da cuenta de su torpeza, su egoísmo y su absurda magnanimidad y con ridículos esfuerzos exhorta a su subordinado a que proceda a moverse con tal de que la longitud del cable se vea reducida.

En el tema de las caquitas parece que vamos mejorando. Al menos no se detecta un aumento de la "siembra", a pesar de haberse incrementado sensiblemente el número de "sembradores".

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No se asuste si solo quiere jugar; mientras un mounstruo con doble ilera de dientes se te abalnza dando gruñidos poco amigables....

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