A riesgo de convertir este humilde blog en monográfico, relataré un pseudoerótico encuentro nocturno que tuve hace una semana.
Era la una y poco de la madrugada. Acababa de llegar a casa y, tras comprobar que la oferta televisiva a esa hora seguía siendo tan nauseabunda como siempre, me metí en la cama con la intención de terminar con una dura jornada de trabajo y ocio no del todo satisfactorio.
Con las luces apagadas y con un brazo apoyado en una de las dos almohadas, junto a mi cabeza, noté una especie de cosquilleo en la muñeca. Era el típico roce con el que una mosca o coleóptero similar te obsequia a cambio de que le dejes inspeccionar tus poros en busca de sólo-ellos-saben-qué. La molestia no era superlativa, sin embargo procedí a agitar el brazo para que el mosquito buscara otro festín lejos de mi anatomía. Pero no se iba. Mis ademanes eran infructuosos. Entonces comprendí que tal vez no se tratara de una mosca y fuera solamente un cosquilleo subjetivo.
Para confirmar la no-presencia del insecto, encendí la luz. Bajé la vista hacia mi brazo, el cual todavía notaba la presencia de algo rondando por el radio y el cúbito y descubrí horrorizado que mis acusaciones hacia una mosca o mosquito eran totalmente injustas. Era algo mucho más grande y que había hecho caso omiso a la agitación de mi brazo en la oscuridad por la sencilla razón de que no podía volar; se trataba de una araña de unos 6-7 centímetros que paseaba orgullosa por entre los vellos de mi antebrazo.
El final de la aventura se lo pueden ustedes imaginar. Mi zapatilla se está convirtiendo en una letal arma, mortífera contra insectos, arácnidos y algún que otro reptil.