María era una muchacha de escaso apetito; a ello debía su extrema delgadez. Sin embargo, un buen día fue a comer a El Molín de la Pedrera y su habitual frugalidad pasó a la historia.
A pesar de que la fabada y recetas similares no constaban entre los innumerables platos del menú que había degustado, al poco rato de terminar la comida sintió cómo los alimentos que había ingerido, rigurosamente metabolizados y transformados en su inevitable destino, le exigían que les mostrase la vía de salida.
En aquellos momentos de urgencia, María era poco consciente de la ventolera que arreciaba. Halló un rincón bastante oculto y confortable, entre unos sarmientos. Allí comenzó a despojar a sus intestinos de la fatal opresión; tan contundente fue la suelta del lastre que el, ya de por sí exiguo, peso de María descendió unos cuantos kilos, lo que permitió al cruel viento llevarse a la pobre muchacha consigo sin darle tiempo siquiera a que se subiera las bragas.
Fabada no habría, pero poner en práctica la teoría de juegos para repartirse un crujiente de cabrales con avellanas tiene su aquel.
De todas maneras, esta María la de los sarmientos no tuvo ninguna consideración. Debería haber esperado al menos unas horas por respeto al delicioso festín que se regaló. Seguro que, para más inri, ni siquiera pagó ella la cuenta.