El sector inmobiliario no es el único que sufre una grave crisis en este país. El sector musical también; al menos, a nivel creativo. Porque a nivel financiero, a base de imponer cánones leoninos y de acribillar al oyente de los Cuarenta Principales con un surtido muy selecto de canciones de entre las miles potencialmente escuchables, desgraciadamente no les debe ir tan mal.
Abril 2007 Archives
Siempre me encuentro a estribor de la nave. Por necesidades de ingeniería y, fundamentalmente, por las normas consuetudinarias de circulación. Con una cara dentro, compartiendo el calor y el hedor humano, y otra fuera, soportando unas veces las inclemencias meteorológicas y otras simplemente deleitándome con el paisaje. Cada dos travesías, estas caras se diluyen y, con un chasquido, abro la boca y una avalancha de pasajeros la atraviesa para transformarse como por arte de magia en un pelotón de peatones.
En ocasiones disfruto del recorrido, en otras lo padezco, pero en cualquier circunstancia lo hago todo puntualmente en la parte trasera de la embarcación. Tengo una compañera, a unos pocos metros por delante, muy parecida a mí. Se podría decir que somos idénticas, salvo por la vigorosa lengua que despliega cuando la situación lo requiere con el fin de permitir que unas ruedas circulen sobre ella.
También tengo un socio, pequeño, rojo y cuadrado. Su nombre es Stop y sabe idiomas. En realidad, él es quien me hace de intérprete, ya que yo casi nunca acierto el momento de abrir la boca para provocar un nuevo desalojo. Conoce perfectamente las intenciones de los pasajeros, lo que supone todo un misterio para mí; solamente tienen que acariciarle con un dedo y ya sabe que quieren apearse en la próxima parada. Estoy segura de que, si no fuera por él, escucharíamos gritos de extremo a extremo del autobús con frecuencia.
Hablando de gritos. Uno de los episodios más tensos se produce cuando, o bien Stop o una servidora, nos olvidamos de llevar a cabo nuestra aportación en la rutina de desembarco. El caso es que siempre acaban pagándolo conmigo, exclamando mi nombre en voz alta, como esperando algún tipo de respuesta desde la parte delantera del vehículo. Ocasionalmente también acometen contra Stop blandiendo un arsenal de huellas dactilares. Tal es la magnitud del exabrupto que reacciono casi instintivamente y me deshago del apresado viajero.
Otro de los momentos inolvidables en mi relación con estos impacientes pasajeros es el instante en que, en una demostración de dudoso afecto, se arriman tanto a mi boca que, una vez transcurrido el curso crucial de mis funciones y cuando me dispongo a cerrar mis fauces, me atraganto y soy incapaz de juntar los dientes. Lo peor de todo es que el infractor rara vez se apercibe de su inicua conducta, lo que no hace otra cosa que prolongar mi agonía; casi siempre debe ser algún buen samaritano quien le inste a abandonar su posición casi delictiva.
A pesar de mi juventud, he sido testigo directo de miles de historias de todo tipo: desde avisos colgados en mi paladar informando del recorrido de la próxima maratón, hasta jóvenes cándidos equivocándose de puerta y accediendo al interior por una vía de salida (para posteriormente, y en un alarde de despistes, olvidarse de abonar el billete). Desde fuera, mi vida puede parecer monótona y aburrida, pero debo reconocer que me divierto muchísimo gracias a todo el elenco de personajes que día tras día circulan a través de mi epiglotis.