Anoche era un poco más tarde de lo habitual cuando llegué al pub. Por supuesto no había ni una sola mesa libre, osada utopía. Tampoco un huequecito en la barra, ni un taburete disponible. Al final conseguí encontrar una rendija por donde solicitar mi consumición al hombre-barra. Y tras permanecer unos minutos de pie, en medio del paso de la gente, me armé de valor y me decidí a adentrarme en los más oscuros rincones del local. Por allí dentro rondé, ojo avizor, a la caza y captura de cualquier tipo de asiento, cualquier reposapompis que levantara más de tres palmos del suelo. Al final lo hallé, no era el sitio idóneo pero las condiciones no eran las propicias como para permitirse el lujo de un milagro. Me quedé entre la barra y la pared, dejando un pasillo por donde los demás clientes pudieran transitar. Pero éstos, los muy ladinos, se quedaban ganseando en ese hueco que un servidor generosamente dejaba encogiendo las rodillas y adoptando posturas del contorsionista más experimentado. El resultado era que la gente se quedaba atascada, provocando roces, empujones y vertimientos de bebidas varios. Y con un servidor en el meollo de la trifulca. Y porque mi vejiga se comportó, que si me veo en la necesidad de acudir al servicio y abandonar mi taburete, hubiera sido tremendo. Pa mear y no echar gota.
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