Críspulo era un airgamboy cowboy. Vivía en una caja de zapatos junto al hombre rana, el bombero y sus respectivos accesorios. A Críspulo no le disgustaba su hogar y la relación con sus compañeros era más que aceptable. Lo único que le irritaba era cuando Anselmo, el hombre rana, invitaba a comer a Mapache Tuerto, el airgamboy apache. Éste último vivía dos cajas más al fondo con el albañil, el policía y un muñeco tarado, vestido todo de cuero.
Críspulo era moderadamente feliz. Sus aventuras eran trepidantes y siempre lograba salir de ellas con éxito. Había conseguido mutilar al airgamboy sioux y le había arrancado las pequeñas lengüetas que hacían la función de pies al airgamboy pies negros. En su caja acumulaba los botines de sus andanzas, a pesar de la polémica suscitada por el aroma desprendido por alguno de ellos. No obstante, estaba muy orgulloso de su status dentro de aquel universo de plástico y minúsculas piezas no ingeribles.
Su aspecto físico era formidable. Su musculatura, rectilínea. Podía engullir litros de cerveza sin generar tripa; lástima que tampoco podía consumir nada, ya que su boca era tan sólo una curva negra trazada con un pincel sobre el plástico de su rostro. Tampoco tenía codos, pero no los necesitaba, pues en aquel mundo de airgamboys los exámenes no existían. Ni rodillas, cosa que le evitaba muchas lesiones de menisco. A pesar de tales minusvalías, era tremendamente ágil y podía dar saltos inimaginables; también era casi inmortal, resultaba inmune a toda clase de golpes y porrazos. A veces perdía la peluca o un brazo, pero su reparación era en absoluto problemática. No tenía ni que pasar por quirófano (el airgamboy médico se aburría casi tanto como el airgamboy butanero).
Pero un día sucedió una tragedia. En una de sus odiseas contra el airgamboy cheyenne, Críspulo osó acometerlo desde lo alto del armario, justo cuando aquél pasaba por debajo junto al airgamboy cherokee y el airgamboy lechero, que pasaba por allí. Críspulo calculó mal la distancia y se pegó un trompazo estratosférico contra el suelo. Anastasio, el airgamboy cheyenne, logró huir, pero eso no fue lo peor. Nuestro héroe perdió la cabeza, ambos brazos y se le desencajaron las piernas. Todo fue subsanable a excepción de la peluca, que jamás se pudo encontrar. Ni siquiera un sabueso que le pidieron prestado a los madelmanes vecinos logró hallar aquel tupé de plástico.
La depresión de Críspulo fue mayúscula. Jamás volvió a ser el que era. Tuvo que trasladarse a la caja de los muñecos mutantes, junto al airgamboy futbolista del Atlético de Madrid y un tricerátops de goma que había perdido su cuerno frontal. No podía volver a salir, había perdido toda dignidad. Era incapaz de pasearse con aquel agujero en pleno cráneo, exhibiendo su calvicie por doquier.
Se incorporó, con sumo dolor, a la casta de los juguetes olvidados.