Genaro era el mecánico de lavadoras más reconocido del mundo. Era una estrella, el número uno, un galáctico en su gremio. Entre sus clientes figuraban las principales familias reales europeas, los magnates del petróleo estadounidenses y casi todos los jeques árabes. Clientes que podían permitirse comprar una lavadora nueva cada vez que se les estropeaba la antigua, pero que preferían contratar el exquisito servicio de Genaro. En consecuencia, las facturas de éste también eran galácticas.
Avelino era un mecánico humilde que podía darse con un canto en los dientes si conseguía reparar una lavadora al mes. En su barrio era muy conocido gracias a pequeños favores que hacía a sus vecinos, sin retribución alguna. Aun así ganaba lo justo para llevar una vida de acuerdo a su extrema modestia.
Tras varios meses de investigación, apareció a la venta un nuevo producto antical, el definitivo, el cual salvaría la vida de prácticamente la totalidad de lavadoras. Como los beneficios se presumían suculentos, los laboratorios decidieron contratar a Genaro para promocionar su producto. Un mecánico de lavadoras, el mejor del mundo, es toda una garantía para convencer al consumidor, pensaron.
Le ofrecieron un contrato irrechazable, donde figuraba una ristra de ceros muy tentadora. Genaro aceptó y el producto se vendió como churros. Esto supuso el fin de la necesidad de reparar lavadoras y Genaro vio cómo su demanda descendía, pero no ostensiblemente. La mayoría de sus mimados clientes se mantuvo fiel y precisaba de sus servicios en alguna ocasión, más por capricho y cortesía que por los nocivos efectos de la cal. Además, el contrato firmado con los laboratorios le garantizaba una vida futura de lujo infinito.
Avelino en cambio no corrió igual suerte; ya no tuvo más llamadas de clientes. Las escasas lavadoras de sus vecinos ya no se estropeaban como antes, por culpa del nuevo producto, ese producto infalible y perverso, patrocinado por un colega.