En un oscuro bosque a mediados de otoño, en medio de una búsqueda infructuosa de alimento, se encontraron una zorra y un lobo. El clima de aquella región era extremadamente perverso y escaseaban los medios de subsistencia. No había ni una raquítica liebre que llevarse a las fauces. Estas circunstancias condujeron a la zorra y al lobo a firmar un pacto de colaboración.
Procuraron una cueva en los lindes de una pequeña colina. Lo echaron a suertes y le tocó a la zorra el rincón menos húmedo. Posteriormente se repartieron las labores; para evitar agravios, ambos realizarían los mismos trabajos: recolección de leña para el fuego y de bayas para el buche.
La briosa zorra empezó sus tareas con enorme ánimo, con una motivación absoluta, dejando al lobo boquiabierto. Éste, tan o más perezoso que la zorra, se lo tomó con más calma, realizando parsimoniosamente su recolección diaria sin registros destacables. Poco a poco, la zorra se fue adaptando al terreno. Fue conociendo los senderos mejor provistos de champiñones y los rincones con la leña más seca. Además, aprendió la manera de burlar las suspicacias del lobo fingiendo que trabajaba con la misma animosidad que al principio. No necesitaba imperiosamente trabajar menos, pero sabía la forma de ganar el mismo sueldo haciéndolo.
El lobo seguía al mismo ritmo, sin sobresaltos, sin innovaciones. Le frustraba un poco comprobar cómo la zorra obtenía el mismo output que él, aparentemente sin tanta dedicación. Porque el lobo no era tonto, se daba perfecta cuenta del descenso en el rendimiento de la zorra. La frustración inicial se transformó en cabreo cuando la desfachatez de la zorra fue en aumento. Pero se sentía impotente. La relación de dependencia era tal que, aunque se moría de ganas de descuartizarla con sus colmillos llenos de sarro, debía mantenerla en un status de intocabilidad, por razones que el equilibrio interno de aquella pequeña sociedad le imponía. Además, tampoco disponía de pruebas objetivas de los escaqueos de su compañera.
La situación se volvía insostenible. La zorra era feliz. Trabajaba lo mínimo y cobraba lo mismo, o más determinadas jornadas, que el lobo. Pero éste no aguantaba más y esperaba concluir con aquello, aunque siempre terminaba reprimiendo un arrebato de furia que hubiera acabado liquidando la sociedad. Necesitaba algún elemento externo.
Y el elemento apareció en forma de oso. Una enorme masa de pelo plantígrada fue recibida con suspicacia por parte de la zorra y con un tratamiento mesiánico por parte del lobo. Su poderío físico le otorgó la jefatura del grupo, siendo su función distinta a la de sus nuevos anfitriones. Su labor principal consistió en la supervisión de las labores de zorra y lobo. A la primera no le satisfizo en exceso tal jerarquía, pero no pudo disentir por falta de argumentos. Las pezuñas del oso eran un argumento irrefutable. El lobo se congratuló y se maravilló por su suerte. Casi una tonelada de maná peludo caído del cielo.
Poco le duró la alegría al lobo. La zorra, con argucias varias y su innegable poder de seducción, acaparó en seguida las simpatías del oso quien, más que sucumbir a sus encantos, fue convencido del excelente rendimiento del escaso esfuerzo de la zorra e hizo caso omiso a las protestas del lobo ante semejante agravio comparativo. Ella debía seguir con su actuación delante del oso, pero aquél era un esfuerzo insignificante comparado con los titánicos que el lobo debía llevar a cabo diariamente para hacerse con apenas media docena de nueces. Y eso era únicamente lo que el oso, hipnotizado por su glotonería, sabía apreciar.
Los tres animales llegaron a una especie de equilibrio muy endeble. Los hilos estaban tensos cual alambres y cualquier ataque de ira del lobo daría al traste esta sociedad de conveniencia donde realmente no triunfa el más listo ni el más fuerte, sino el que menos se esfuerza. Lo más difícil de todo es averiguar cuál es la fuerza que retiene al lobo para que no salte por los aires y estampe el hocico de la zorra contra una roca.